9 de junio de 2010

"De Avellaneda al mundo y del mundo a Avellaneda"-Rubén Damore

Carlos había sido expulsado del país. Como tantos, con su título bajo el brazo e ignorado por la crueldad de la crisis, decidió partir con lo puesto a probar suerte a otras tierras.

Pero el arraigo no lo dejó viajar más de mil ochocientos kilómetros. Pudo apenas cruzar los Andes dejando tras él un país devastado por la egolatría, el egoísmo y la ambición de sus gobernantes. Ingresó a otro simuladamente ordenado, a una ciudad rodeada de cerros nevados, a un frío sin humedad, a un calor abrasador en octubre, a un Santiago de Chile que se le propuso amigable desde su llegada.

Su vida transcurría entre tranquila y diáfana a melancólica y entristecida. No podía despegar de la piel a su Avellaneda natal.
Ser un tipo apegado a costumbres y obligaciones es simular tener las cosas en orden pero el corazón necesita de anarquías para sobrevivir.
Y Carlos se sentía morir cuando por las mañanas reemplazaba su mate compartido por un té solitario, milanesas por pollo, el Roca por el Metro... todo esto pudo sustituirlo a fuerza de dolor. Pero un domingo no pudo más.
Decidió acompañar a su amigo andino al clásico chileno. Camino al Monumental, estadio del Colo-Colo, inevitablemente comparó la llegada de aquella gente con la que transitaba por Diaz Vélez, Alsina o los Siete Puentes en busca del Cilindro mágico un domingo cualquiera. La quietud y el orden contrarrestaba la pasión y el griterío de su equipo del alma, el albo inmaculado del Cacique le parecía ínfimo al lado del celeste y blanco que brotaba hasta de los mosaicos despegados y embarrados. Notó que hasta se podía conversar y sentarse en la popular. Reía al recordar el aliento ensordecedor, el cotillón, las banderas... hasta las lágrimas de su padre humedeciendo el cemento gris aquella tarde al salir del túnel su equipo, suceso que él no comprendió hasta que en sus propias mejillas sintió rodar el agua salada.
Tanto amor, tanta evocación no podían caer en el retrete ni un día más. Necesitaba recuperar su identidad y hacia allá iría sin importarle más la armonía. El lunes fue directo a la Estación Central y sacó un ticket hasta Retiro. Quería llegar el viernes de esa misma semana. Avellaneda lo vería llegar en silencio con todas sus falencias y dolores. No le importaba. Volviendo en el Metro y con la cabeza apoyada en el vidrio del tren, cerró sus ojos y se dejó transportar... Entre las caras conocidas, la yerba y el asado, se le arrimó como bienvenida ese típico olor a cancha... ese aroma que vos y yo conocemos y que Carlos había olvidado. Sonrió cuando se despertó. Se había pasado de estación pero no le importó. Ya no. Sabía que en breve sus pies serían pisoteados, su humanidad oprimida y sus manos estarían abarrotadas de papel tanto como su corazón de pasión. Quería volver a vivir, a pesar de todos los pesares...

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