Transcurrían los 70 con la velocidad que solo se siente en la adolescencia. El acné prominente, el pelo un tanto excedido pero a tono con los tiempos que corrían y la música… ahh la música...
Era la que te movilizaba, la que te elevaba, la que te enamoraba o te deprimía el espíritu.Una mezcla de los Beatles, los Bee Gees, los Stones, el Sótano Beat, Alta Tensión, Musica en Libertad… algo que invariablemente se desvanecía bajo la púa metálica del viejo tocadiscos.
Y los sábados eran sábados de punta a punta. Disfrutábamos con los aprontes para el ‘asalto’. Toda la semana planificábamos nuestro evento.
Desde el pupitre del secundario armábamos la lista. Que ésta puede, decile a aquella que no pasa de este sábado y me la levanto, que no te olvides de los lentos!!, que no puede faltar el Rosko show, que Pato C, que Creedence, que….
Tantas recomendaciones y anuncios, hacían que la adrenalina el sábado fuera altísima. “Las mujeres la comida y los varones la bebida” y “a las nueve arrancamos…” eran las consignas ineludibles.
Cuando elegíamos mi casa, el lugar era el cuarto de la terraza, un 4 x 4 amplio, dos ventanas y algunas cosas que había que correr.
El sábado arrancábamos vaciándolo y subiendo el tocadiscos. También los long-plays a escuchar, separando cuidadosamente los de tango y folklore que pertenecían a los viejos. “Esos no se tocan…” era la orden.
Las cuatro latas de aceite de un litro vacías con el fondo agujereado y un portalámpara con una lámpara de cuarenta watts, tapadas con papel celofán de color, daban el aspecto ‘disco’ al lugar.A las ocho en punto casi todos los varones estábamos. En la terraza armábamos la mesa y distribuíamos las gaseosas equilibradamente.
La música la poníamos suave para que estallara cuando correspondiera.
A las nueve comenzaba a caer el séquito femenino. Los murmullos de un lado y del otro arrancaban al unísono. Las empanadas, tartas y demás corrían de un plato al otro.
A las diez y media sonaba el primer tema gancho y todos adentro a bailar.
Los primeros acordes de “Apróntate” con un comienzo lento hacía balancear los cuerpos y exactamente a los dos minutos veinte el ritmo de ese tema se nos metía en la sangre y el mosaico recibía el lustre merecido de unas cuantas suelas.
El rock, el twist, el ‘movido’ y por último, los lentos…
Todo se preparaba de antemano y sabíamos que tenía que ser fulminante el primero. Y así era. “When a man loves a woman” resultaba siempre el elegido.
Allí las luces blancas se apagaban y quedaban solo las de las latas que, distribuidas en cada ángulo del cuarto, propugnaban un ambiente más romántico.
Estaba aquella pareja ya casi formada, estaban los que ‘planchaban’ y también estabas vos…
Desechabas invitaciones menos cuando mi mirada atravesaba la casi oscuridad y se confundían con tus ojos. Me acercaba y tomaba tu mano. Allí era cuando todo cambiaba. El mundo era solo tuyo y mío, el solo contacto de mis manos en tu cintura me elevaba al cielo estrellado, sentir tus manos en mi hombro y que, cada tanto, se movieran, simulaban una caricia, y tu perfume, lo llegaba a olfatear cuando tu sien se apoyaba sobre la mía. Mirá, lo recuerdo y me empieza a revolotear el adolescente que nunca murió.
Todo terminaba cuando alguno de los que ‘planchaba’ cambiaba el ritmo por algo ‘más movido’.
Los ojos de las parejas se posaban indefectiblemente sobre la humanidad de aquél, pero no había rencores. La consigna era esperar a la segunda tanda y si no había, al sábado que viene, donde el lugar y algunos invitados podían cambiar.
Lo que no cambió fue tu mirada y la mía y aquella música que, cada vez que la escucho, ahora en un compact o en el reproductor de mp3, no dejo de conmoverme, no dejo de recordar que todo tiempo pasado fue mejor, sì que fue mejor… sin lugar a dudas...
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