Todo era un juego, esa tarde, sonaba con repiques armónicos las notas sencillas de una guitarra vieja con ese destello de los solitarios.
Transcurría la escena en una vieja casa, pero muy pintoresca, donde la disposición de los cuartos tipo chorizo, típicas de ese Buenos Aires de los 50, terminaban a su lado izquierdo en un patio, con un piso en ajedrez blanco y negro, brillante por la humedad de un verano pegajoso.
Se detuvo el tiempo mirando que encendido en un costado de ese patio, poblado de plantas colgantes, y con tierra vieja sin remover tal cual los lugares que nunca se pasan, chusmeaba un jilguero inquieto ante las notas desconocidas que intentaban pensarse fuera de un sonido de un ser natural, tenia en la miraba la sorpresa, y el desconsuelo de esos que no pueden distinguir el sonido ni su procedencia.
El viejo estaba, sentado en una silla con ese mimbre gastado de bienvenidas, y acordando con sus dedos que lo dejaran encontrar su mate al costado y la concentración del movimiento para no perder la nota.
Esa tarde era encantadoramente caliente.
Aunque parecía que ese hombre gigante, de manos enormes se había olvidado de su misión al cuidado , estaba al costado de su mesita y en el piso un niño que por la apariencia de sus dientes ausentes rondaba los ocho años, gordito de una nariz graciosa, terminando perfecta en unos labios carnosos, junto a el otra nena despeinada de unos seis, de rulos rebeldes que arrastraba traviesa y mezclando las piezas del rompecabezas con maldad inocente, de juntar ambos juegos.
Justo cuando encontró el sonido exacto de aquella melodía, que ensayaba de mate en mate, el niño empezó a los gritos, diciéndole a su abuelo que ella había mezclado las piezas del rompecabezas que el ya tenia casi armado. Aquella tarde esa niña que había traído su propio rompecabezas, en fondo color rosa, arrojo las piezas haciendo valer un accidente inventado misturando con rapidez de manos pequeñas y malvadas todas las partes, creyendo que su amigo no se daría cuenta de su movimiento.
El niño siguió gritando.
El viejo apoyo la guitarra al costado, Se acerco con suavidad al pequeño y diciéndole al oído, tal cómplice de una vida, esbozo calidamente:
- No pelees, mí’ hijito, - Ella vino a jugar un rato contigo, (en su oído y tiernamente acariciándole el cabello)
- Intenten jugar sin pelear – (siguió diciendo con su voz ronca y gastada)
- No te das cuenta que ella no tiene abuelo? (dijo en voz muy baja, queriendo que esas palabras no llegaran a la pequeña, de rulos rebeldes, para no herir su realidad).
El abuelo volvió a la silla en un movimiento lento y seguro, el niño quedo callado, sabiendo de su fortuna, y mirando el juego, en ese enojo feroz disimulado haciendo trompita sus labios, aun así dejo pasar la ira.
La pequeña escucho, esas palabras, y sintiendo un calor en la boca del estomago, se levanto, hacia el viejo, se sentó en su falda sin permiso y lo abrazo del cuello dándole un beso en la mejilla, con sus brazos regordetes, tomando por un instancia la sensación de pertenencia.-
El barrio sonaba a melodías de arrabal, los fondos de Pichuco con algarabía de bondis envueltos en gasoil y bocinas y las vecinas en las veredas, con batones gastados asomaban a la tarde, renegando por el calor,
Empezaron los chispazos de una lluvia de verano, entrando el jilguero a la galería y habiendo terminado esa tardecita de juegos, el pequeño fue a buscar su bicicleta y la acompañó hasta su casa… de la mano, y en silencio se olvidaron que esa tarde habían peleado.
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