18 de mayo de 2011

"Época de los vientos (mini-compendio del armado de un barrilete)" -Ruben Damore

Un poco antes de la primavera y entrado agosto, empezaba. Todos los años esperábamos ese sábado. Junto con la llegada de las primeras mariposas y cuando ya los árboles empezaban a dar señales verdes.
Y cuando se acercaba la época de los vientos, ésos que intentan acomodar a los árboles, moviendo sus copas de un lado hacia el otro, se acercaba también esa época, la de los barriletes.
En la semana habíamos pasado por el kiosco-librería del ‘cieguito’, como familiarmente llamábamos al dueño, a comprar el papel barrilete y los ovillos de hilo de algodón.
Granada, ése era el modelo que más nos gustaba. Era mitad estrella arriba y mitad bomba abajo. Siempre mitad celeste y mitad blanco, con los flecos blancos y celestes.
Ese sábado comenzaba temprano. Había que salir en busca de una caña.
Como en el barrio abundaban los terrenos baldíos y la caña crecía bastante, era cuestión de ir temprano, saltar la tapia y, con cuidado, tirar de alguna caña no muy verde. Ése era el secreto de las cañas, porque sino, pesaba mucho. Cuanto más sequita, más liviano el aparato.
La pelábamos, le sacábamos todas las hojas que la envolvían y la llevábamos al galpón, en casa.
Ahí papá medía los noventa centímetros y cortaba la caña.
Con una cuchilla filosa, desde el medio la partía en dos y, a su vez, a cada mitad, en otras dos.
Le pasábamos a cada trozo una lija fina para que no rompiera después el papel.
Luego venía la unión. En el medio de las cañas había que colocarle, muy cuidadosamente, un clavito que las uniera. Terminado esto se le pasaba entre medio de las cuatro varas, el hilo. Bastante para tenerlo tenso. Antes de lograr la dureza justa, se acomodaban las cañas de tal manera que quedaran lo más proporcional posible.
Ahora nos tocaba a nosotros con un cuchillito, hacer una hendidura en las ocho puntas del armazón y en las cuatro que iban a estar arriba, una hendidura un poco más abajo, para pasar el hilo y unir, primero todas, cortar y anudar; y luego, la parte superior, que sería luego la estrella, intercalando el hilo entre las cañas, unas unidas, otras no.
Hecho esto, nos íbamos a la cocina. Limpiábamos la mesa de la cocina, desplegábamos el papel barrilete. Con el engrudo que hacíamos, le pintábamos los bordes a cada color y los uníamos, quedando un gran cuadrado sobre la mesa.
Había que esperar que se secara. Y el engrudo tardaba.
Ufa, cuanto tiempo pensando como remontarlo y cuanto tiempo esperando que el viento no se calmase.
Una vez seco, apoyábamos el armazón de cañas y le dábamos la forma de granada: estrella en la mitad de arriba, bomba en la mitad de abajo, siempre siguiendo el hilo y dejando un pequeño margen para poder pegarlo, ahí empezábamos a cortar.
Cortadito se procedía a la pegatina con el engrudo de nuevo, tratando de no mojar mucho para que no destiña el papel celeste.
Y, como había que seguir esperando para que se seque, empezábamos con los flecos, armando tiras de diez centímetros de ancho y veinte, más o menos, de largo. A cortar como si fuera un flequillo y a pegarlo en los bordes.
Quedaba armar la ‘cola’ para que después tuviera estabilidad en el aire. Había que cortar lonjas de trapo e ir uniéndola, nunca más de dos metros. Siempre sacrificábamos una sábana vieja. Ésa era la tela adecuada para la ‘cola’, livianita y fácil de anudar.
Cuando pasada media hora, el objeto quedaba sequito, venía papá para hacer la logística.
Los tiros del frente, tres, y los de la cola, dos. Medía y medía, hacía nuditos, deshacía nuditos. La cola bien balanceada. Unión con el resto del hilo que nosotros habíamos atado a un palo de paraíso y habíamos enhebrado cuidadosamente, dándole vueltas al palito para que no se haga ‘galleta’. Si se armaba ‘galleta’ (varios nudos con el mismo hilo, difícil de desenhebrar), se lo llevábamos a la abuela Fran, ella, con su paciencia, desenredaba y desenredaba.
Bueno, hasta acá todo el armado y confección del barrilete.
Ahora que, afinando los oídos sentíamos mover las hojas de los árboles, nos íbamos a la terraza de casa.
Antes que nada, ver para que lado soplaba el viento.
El humo que salía de la chimenea del Hospital Alfaro, nos permitía saber para que lado se tenía que poner uno y otro.
Y ahora, la parte más emocionante: tratar que levante vuelo y, lo más difícil, que se mantenga en el aire.
Ya, de temprano, desde otras terrazas se podían ver otros barriletes, algunos de colores, otros simplemente de diario, porque, aunque no lo creas, el papel barrilete no era de un alcance tan popular. Se hacía lo que se podía, pero éstos, los de diario, pesaban mucho y no levantaban tan fácilmente como los hechos en papel barrilete.
Ahí empezábamos con los sorteos y ver quien sostenía el barrilete y quien daba la orden para que levantara vuelo.
Que vos, que yo, que así no vale, que primero vos pero si no levanta me toca a mí, hasta que tomábamos la decisión.
Uno pegadito bien a una punta de la terraza. El hilo por sobre las sogas donde mamá colgaba la ropa.
El otro en la otra punta, con el barrilete tomado del medio del armazón, arriba de un banquito y en puntas de pie, esperando la orden.
¡‘Largalo!’
Y si tenías suerte y no se bandeaba, el tipo se elevaba. Si se caía, perdiste. Le toca al otro.
Cuando lográbamos hacerlo volar, empezaba el rito de recoger y largar, hacer la comba para que no colee, aflojar, combear, recoger de nuevo. Ése era el juego para mantenerlo en el aire. El dedo índice, por donde se desplazaba el hilo, te quedaba marcadito de tanto ir y venir.
Si coleaba, había que recoger. Uno recogía y el otro hilvanaba el hilo, con las vueltitas alrededor del palito, todo por el tema de la galleta…
Lo bajábamos y le poníamos más cola, para que, el peso hiciese que tuviera más estabilidad.
Obviamente no faltaba la vez que, con tanta panza (una ‘panza’ es cuando se forma una curva en el hilo, entre unos metros de tu palito y el barrilete) y tocaba con los cables de luz. Ahí había que bajar de nuevo y rearmar los tiros con nuditos ya que el problema estaba ahí.
Lo más lindo era mandarle los mensajes que, una vez llegado al palito, o sea, al fin del hilo, se escribía algo en una hojita de papel, la agujereábamos al medio y ‘caminaba’ por el hilo mientras combeabas.
Lo más feo, cuando, se colgaba el barrilete en algún árbol vecino. Ahí necesitábamos a papá Tarzán, siempre dispuesto a treparse para recuperar, aunque sea, el armazón y volver a empezar.
Lo inolvidable, todo. ¿Para qué mentir?
Lástima que también sea lo irrepetible.
Hoy, más de dos décadas después, miles de hogares fueron invadidos por computadoras y televisores.
Antes miles de barriletes coloreaban el cielo, ese cielo donde Dios, con su aliento mantenía en alto nuestras ilusiones.
Hoy los chicos necesitarían mirar más y más al cielo y tratar de llenarlo de colores, quizás no de barriletes pero ya ésa, es una cuestión de ellos. Lo nuestro ya fue historia y lo más importante, fue vivida.
Ellos tienen el poder para crear fantasías. Son esas fantasías que no te regala, quizás, un paintbrush o un photo-shop. Son las que se deben arrancar del corazón.

1 comentario:

  1. Hay una canciòn muy bella de Silvio que dice:
    "No hacen falta alas
    para hacer un sueño
    basta con las manos
    basta con el pecho
    basta con las piernas
    y con el empeño.
    no hacen falta alas
    para ser mas bellos
    basta el buen sentido
    del amor inmenso.
    No hacen falta alas
    para alzar el vuelo."
    Desy.

    ResponderEliminar

Gracias por tu tiempo