Dejó los zapatos debajo del árbol de navidad, como cada cinco de enero de su vida, como cada cinco de enero de los que él tenía conciencia… o, mejor dicho, desde que sus padres le habían inyectado la ilusión de la noche de reyes. Sintió un poco de vergüenza por su edad, pero no dudó y acomodó sus cuarenta y uno negros gastados al lado de otros tres pares más chicos.
Apagó las luces de colores que destellaban, recorrió nuevamente las puertas para asegurarse que estaban bien cerradas, lavó sus dientes, apagó la luz del baño.
Era el encargado oficial de la seguridad en su familia. Al ser padre y marido, la herencia le afirmaba esa dote. Y a él le gustaba, le parecía una manera diferente de mimarlos aunque fuera el postrero en acostarse, aunque ellos no lo supieran…
Antes de dirigirse al dormitorio donde ya casi dormitaba su mujer, echó una última mirada a su entorno.
Todo parecía en orden: la llave del gas baja, la canilla apretada dejaba escapar esa gota remolona como hace años y nuevamente juramentó tratar de arreglarla el próximo domingo. Cuando se disponía a retirarse, escuchó que algo se movía en la penumbra.
Despaciosamente y a tientas se acercó hasta la puerta de entrada. El silencio lo envolvió pero su corazón intentaba saltar de su pecho. Esta vez fue el movimiento de las ramas del árbol y pensó en un animal pero era imposible. Encendió la luz y un sudor frío le corrió por la espalda. Los zapatos se encontraban desparramados, mezclados, superpuestos…
Levantó la cabeza hacia el dormitorio de sus hijos pero estaba en silencio. El suyo también. Nada parecía haber alterado la paz de su casa, sin embargo presentía que algo sucedía. ¿Algo extraño? ¿Algo mágico? Se quedó con esto último. Se sentó en el piso a esperar a que sucediera nuevamente. Se quedó dormido con su cabeza rendida y sus piernas recogidas.
El sueño lo llevó hasta sus seis años, a un cinco de enero de muchos tiempo atrás. Recordó una carta manuscrita entre trazos, el pasto, el agua, sus pequeñas zapatillas y su ilusión intacta, el rostro de sus padres y aquellos ojos cansados del trabajo.
Esa noche como cada año, no podía dormir y no quería perderse la oportunidad de cruzarse a algún Rey Mago en su casa.
Casi las cuatro de la mañana eran cuando despertó sobresaltado, aún en el frío mosaico y bastante dolorido por la posición, decidió ir a dormir a su cama. Antes, encendió las luces nuevamente para comprobar que estuviera todo en orden. Esta vez algunos paquetes rodeaban los zapatos. No se sorprendió. Se sonrió. Miró por entre la oscuridad y un olor cálido se le coló por sus narices. Era el inconfundible aroma a manzana con que lo despertaba su madre cada seis de enero…
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