22 de marzo de 2010

"Dr. Rodolfo Terragno - Alguien en quien pensar...-"

Entre tantas de las cosas que nos contó en el programa, una fue que se acercó a la administración actual para acercarles propuestas. Lo atendió el ministro Randazzo.
Sería bueno que alguna de las ideas que proclama, se puedan, aunque más no sea, intentar plasmarlas.

La ùnica manera que Argentina pueda resurgir de su mediocridad, que los políticos se tomen en serio su función y que, de una vez por todas podamos avanzar en un mismo sentido, es comprometerse con proyectos consistentes a largo plazo y que perduren sin tener en cuenta el color del partido político que gobierne.
¿Y ud. que opina, Dr. Terragno?
Hacia un pacto para la reorganización nacional

Quienes creen que hoy es “demasiado difícil” pactar políticas de Estado, olvidan que la organización nacional se fundó en acuerdos que parecían “imposibles”
No hay por qué buscar inspiración en historias ajenas.
Para organizar la Argentina de esta centuria, basta con invocar el espíritu de los “pactos preexistentes”: aquellos que, en el siglo 19, permitieron instaurar la Nación.
Se alcanzaron a despecho de enfrentamientos que hacían inverosímil la unidad.
Entre 1828 y 1860 el país fue una hoguera; y algunos acuerdos --firmados cuando amainaba el fuego-- parecían insuficientes para evitar que la Argentina se convirtiese en tierra baldía.
Hubo, por lo tanto, epidemias de escepticismo:
Ríos de sangre. La muerte, “inusitada, bárbara”, se acercó al catre de Dorrego para “despenarlo”. Después, el duro hierro “rajó el pecho” de Laprida y el “íntimo cuchillo” se clavó en su garganta. Años más tarde, Quiroga iría “en coche al muere”.
El plasma de figuras ilustres regó las tierras del país.
Aun lograda la organización nacional, la cabeza del Chacho Peñaloza aparecería una mañana en la plaza de Olta, ensartada en una lanza. Y el cuerpo de Urquiza sería atravesado, una noche, en el Palacio San José, por un tiro e infinitas puñaladas.
El odio parecía eterno; y la sangre derramada, no negociable.
Sin embargo, al fin se dio el milagro: hubo avenencia y se arraigó esa Nación en la que muchos descreían.
Una, dos, tres Argentinas. El otro milagro fue la integridad territorial. Hubo, primero, tres “países”. El de Quiroga comprendía Cuyo y el noroeste. El de López, Córdoba y el Litoral. El de Rosas, sólo Buenos Aires.
Luego fueron dos. Paz tenía uno, que abarcaba nueve provincias del interior. Rosas el otro, formado por Buenos Aires y el Litoral.
Por fin hubo un país único: el de Rosas, que llevaba en sí mismo –como Agripina en el vientre-- la causa de su ulterior destrucción.
Después de Caseros, los vencedores fueron, ellos mismos, incapaces de concordar. Mitre –como antes lo había hecho Rosas-- se negó a soltar la Aduana. Con la Confederación Argentina por un lado, y el Estado de Buenos Ayres por el otro, la secesión parecía irreversible.
Cepeda y Pavón facilitaron la unidad, que no la paz. Hasta 1880 la Provincia se negaría a entregar la ciudad fundada por don Pedro de Mendoza. Cuando Avellaneda “federalizó” Buenos Aires, Tejedor se alzó en armas y la capital fue trasladada al (entonces) pueblo de Belgrano. Roca reprimió a los insurgentes y la sangre regó Puente Alsina, Barras y los Corrales.
Contra todo presagio, la voluntad de construir una Nación fue sobreponiéndose a los retobes y las pendencias. Se equivocaba Miguel Cané cuando decía: “No hay unión ni nacionalidad posible”.
Incompatibilidad política. El Pacto Federal de 1831 había sido la “Constitución Rosista”. Después de Caseros, en medio de arrebatos vindicativos y maldiciones (“Ni el polvo de tus huesos la América tendrá”) cabía suponer que la Argentina de Urquiza abrogaría toda norma heredada. Sin embargo, el Acuerdo de San Nicolás proclamó en su primer artículo que el Pacto Federal --“Ley Fundamental de la República”-- sería “religiosamente observado en todas sus cláusulas”.
Hoy, muchos preguntan: “¿Cómo hacer para que –-entre tantas discordancias, ambiciones cruzadas y vanidades descomedidas-- los políticos celebren y honren acuerdos de largo plazo?”.
Las disonancias del presente son tenues, comparadas con las que debieron superar nuestros antecesores
En los últimos años, además, los políticos sintieron la impaciencia de los gobernados. Una impaciencia que por momentos se hizo estridente y llegó a la cólera. Eso les ha hecho comprender, a muchos, la necesidad de mudar comportamientos.
Un dirigente peronista me dijo: “La gente cree, con razón, que el radicalismo no sabe gobernar y el peronismo no deja gobernar. Debemos prepararnos, unos y otros, para demostrar lo contrario. Si no, la democracia argentina no tiene destino”.
En mi opinión, la democracia requiere, además, “acuerdos mínimos” que no pueden limitarse a peronistas y radicales.
La acogida que tuvo mi Plan 10/16 me hace creer en la viabilidad de tales acuerdos.
Mi plan es “el qué y el cómo” de una estrategia tendiente al desarrollo económico y social.
Como preludio, requiere un “pacto preexistente”. Un Pacto Argentino, breve pero crucial. Los compromisos principales podrán ser estos:

1. Gobernabilidad. En lo sucesivo, la mayoría aceptará que el número no otorga derechos absolutos. La oposición, por su parte, se abstendrá de obstruir en forma maliciosa.
2. Rigor institucional. Se respetarán con celo la división de poderes y la independencia de la justicia. Los derechos y garantías constitucionales tendrán plena vigencia.
3. Estabilidad jurídica. El Estado argentino no modificará unilateralmente, bajo ninguna circunstancia, las relaciones contractuales.
4. Desarrollo productivo. Se premiará la inversión en actividades industriales y agropecuarias.
5. Superación de la miseria. El rescate de la población bajo la línea de indigencia o pobreza será prioridad Nº 1 de la política social.
Eso bastará para inaugurar un período sin antecedentes en la Historia contemporánea de la Argentina.
Cuantas más cláusulas se agreguen, habrá más vaguedad en el texto o menos firmas al pie.
El pacto debe ser lo más preciso y representativo posible.
Se lo deberá rodear, por otra parte, de una solemnidad que haga difícil su incumplimiento.
Quizás el lugar de la firma debería ser San Nicolás, donde persiste la Casa del Acuerdo. O Santa Fe, aunque ya no esté el viejo Cabildo, sede de la Constituyente de 1853. O Tucumán, que mantiene la reconstruida Casa Histórica.
Esto probará así que el pacto –lejos de ser un trato electoral o una coincidencia fugaz-- es la base de la reorganización nacional.

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