"El Nico”, como se lo conocía familiarmente en su barrio, andaba siempre de zapatillas de lona, pantalón gastado y con una camiseta de la Academia, sucia y vieja pero no por eso, inseparable.
Había nacido en Lanús, hace unos diez años atrás, en una salita de barrio de la calle 25 de Mayo. No llegó a conocer a su padre por esas cosas que la vida de un chico no podía entender pero sí tuvo la fortuna del amor inseparable de su madre. Nico tenía su orgullo intacto, casi como su destino. Lo rodeaba la pobreza pero no la miseria. Su madre, María, trabajaba arduamente para que el Nico tuviera un estudio y no fuera nunca un pobre pibe aunque, por ahora, no pudiera evitar que fuera un pibe pobre.
El Nico era un pibe de carácter. No permitía ciertas cosas en su corta vida. Que la traten mal a su madre, a su maestra o a su Racing querido.
Iba a la escuela número 60 de Villa Diamante. Siempre se lo veía de punta en blanco, mucho antes que abriera la escuela, esperando para entrar.
El delantal lo trataba de conservar, como podía, lo suficientemente higiénico del lunes al viernes, día donde María, por la noche, ponía todo su amor en quitarle manchas de tierra, de biromes y otras indescifrables. Era un guardapolvos heredado de la casa donde trabajaba María y que su dueña iba a tirar.
-Démelo para El Nico. Es el talle justo!!
Mentía pero sabía que con unas puntadas y un par de pinzas, salía andando para su hijo.
Nada le impedía al pibe que cada semana fuera a aprender. Tenía ganas El Nico. Descubría un mundo diferente cada día de la voz de su señorita. Le dolía cada paro de docentes, no tanto por los 3 pesos que le llevaba el viaje sino por no verla. ¿Será verdad eso del amor infantil no correspondido?
Los sábados escapaba al club del barrio a jugar al fútbol en una canchita de cinco. Los potreros del que había escuchado en varias charlas, pertenecían al pasado. Y los domingos esperaba en la puerta 13 del Cilindro cuando Racing hacía de local, para terminar colándose detrás de algún padre que se arrimaba a ver el partido con su hijo. Luego se perdía en la inmensidad de la tribuna. Le encantaba el arrullo del canto de la hinchada, el balanceo, el calor, los colores le traían felicidad a sus ojos, el olor a hamburguesa asada le hacia humedecer la boca pero él se extasiaba con el verde donde algunos duchos y varios troncos daban al espectáculo inicio y fin.
María sabía que él iba a la cancha. No se lo impedía pero le pedía cuidado. No podía ofrecerle diversión y él se sabía satisfecho. Confiaba en su suerte. Confiaba en su hijo.
Pero lo que le llamaba más la atención al Nico eran los domingos que Racing jugaba de visitante. Él igual se arrimaba al Cilindro. Lo dejaban entrar y su recorrido era siempre el mismo. Del hongo a las piletas, una vueltita por la cancha auxiliar y luego al estadio.
El silencio atronador, tanto como el grito de la hinchada, le gustaba. Se sentaba en una platea del medio, arriba de las cabinas de transmisión. Apoyaba la cabeza entre las manos y éstas sobre sus rodillas. Miraba el centro del campo y soñaba.
-El día que pise ese pastito, la cancha va a estar llena, estoy seguro. Voy a entrar por el costado, entre papelitos y serpentinas, al trotecito y con toda la emoción encima. Desde el medio, saludaré a un arco primero y a éste asiento después. Mi mamá seguro me va a estar acompañando...
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