Allá por los 60 y 70, en un barrio de Lanús, muy cerca de los Bomberos y como todos los años de la infancia, algún sábado de febrero nos soprendía el carnaval.
Hablo en plural porque lo más importante que tenía a mano era mi hermano, cercano a mi edad, los amigos del barrio y los viejos, queridos hacedores de viejas andanzas.
Digo 'nos sorprendía' como una manera de anunciación, pero ya, en la semana, el ambiente nos iba preparando.-A ver a ver... revuelvan los bolsillos, decía el viejo cuando volvía del trabajo en la semana previa con cara cansada pero feliz, vamos a ver que encuentran...
Y las manitas hurgaban entre el derecho y el izquierdo de un saco azul oscuro que quedaba, luego de la invasión, con los fondillos hacia fuera. Un par de bolsas de ‘Bombuchas’, unos pequeños globos que se inflaban con agua y era el arma letal contra el sexo opuesto.
Cuando el sábado asomaba, las casas de Lanús elevaban sus ojos a la calle o al jardín y comenzaba el ritual carnavalesco.
Primero la reunión con el resto del grupo, todos varones y cada uno con su correspondiente balde, Bombuchas o pomo. La comitiva se juntaba en el portón de nuestra casa porque era la que tenía la presión necesaria para inflar las esferas de goma y... la canilla bajita.
Por otro lado Nora y el resto de las mujeres del barrio, otrora camaradas de escondidas y manchas venenosas, se convertían en el enemigo a vencer... bueno, mejor dicho, a mojar. Ellas también se agrupaban y tramaban su plan, en la casa de Tía Rosarito, frente a la mía justamente.
Cuando decidíamos invadir territorio enemigo, comenzaba entonces la pequeña guerrilla con un arma fatal: el agua.
Las bombas cruzaban la calle Udaondo marcando parábolas de colores en el cielo azul. Las respuestas no se hacían esperar y recuerdo que aún empapado, recibía el baño de quien se encontraba en igual condición que yo.
Pucha... ¿sabe? te lo cuento y hasta me parece estar recibiendo un baldazo de lleno en la espalda desparramándose miles de gotas por el cuerpo y sonrisas cómplices que invitaban a una revancha.
Y por la tarde, cuando la calma retornaba, se acababan las municiones y la fatiga hacía estragos, cada uno se retiraba para juntarse justo a las siete de la tarde a armar la comparsa. Algunos con bombos, silbatos, otros con ollas viejas batiendo un ritmo sincopado. Eso sí, todos disfrazados y con la sonrisa que no lograba escaparse de la boca hasta entrada la noche.
Luego vino la adolescencia y con ella se fue agotando la guerra del carnaval.
Empezamos a conocer los bailes de carnaval, clubes, corsos, lanzaperfumes y nuestras enemigas ya no lo eran tanto, creo que al contrario...
Los ojos brillaban con destellos diferentes y... bueno, ud sabe y sino se imaginará, como terminaban esas cosas.
Hoy a la distancia, disfruto de esa frescura que me otorga el recuerdo y humedece mi corazón ya que la vida, en mi caso, siguió siendo un carnaval.
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